El silencio
Una cosa es estar callado, y otra es que haya silencio.
El silencio no se define por ausencia de ruidos o sonidos. Es una entidad propia, no la falta de algo (así como hay algunos tozudos cientistas proclaman al negro como ausencia de color bajo sus estandartes de óptica, deben existir personas desapegadas a la presencia del silencio). El silencio pesa, se mueve, nos recorre el sistema nervioso de la misma manera que ese plato que se rompe, esa tele que se prende o este teclado que me cruje, viejo, esperando acercarse a los años de servicio para poder jubilarse.
Pues sí, el silencio es una presencia fuerte. Vive en nuestra conciencia de su existir (¿qué cosa viva, pregunto, no lo hace?). Digámoslo mejor. Al silencio se lo reconoce inmediatamente. Como la luna, como otras cosas que nos acompañan toda la vida. Hay compañeros eternos; entre ellos, él no es menos importante pero sí más desapercibido.
Nadie negará que hay muchos silecios. ¿Serán una familia?... El silencio padre, ese silencio que provocan sólo algunos profesores, porque exudan miedo o respeto. El silencio anciano, de luto, de velorio; ese silencio de muerte, de que ya no hay más nada que decir que dolor y miedo. No hay mayor prueba de que el silencio se dice, que la prueba incontrolable con la que se grita ese silencio de muerte.
Sin embargo, creo que la estructura familiar no le sienta bien. Él no es tan estructurado. Formal, sí, puede serlo; pero no contiene lazos. Creo que es más bien el mismo manifestándose de distintas formas. Como un arcoiris.
Hay silencios de respeto, de temor, de muerte. Hay también (¡quién no los ha sufrido!) silencios de incomodidad, de sufrimiento: es el silencio que cae con todo su peso de ausencia sobre toda la escena y susurra callado que hay cosas fuera de lugar.
Pero hay silencios hermosos. Silencios de pasión, que suelen acompañar esos besos que son miradas y esos amores que se respiran. Son momentáneos, espontáneos y se cuentan con los dedos de una mano. Son el marco de un momento que, sin el silencio, no sería ni de lejos tan sensual.
Pero hay un silencio muy hermoso, un silencio del que disfrutamos poca gente, en proporción. No somos afortunados. Simplemente es el silencio específico del oficio.
Cuando se tiene público, y se es (o se intenta ser) músico, existe un silencio único. No es sólo el silencio respetuoso; es también amable, cordial. Es un silencio tan presente, tan indispensable para quien canta, o toca, que nos llena de alegría por el mero hecho de existir. Es un silencio vivo, que permite al músico ejercer, sin el cual el músico tampoco podría existir.
Tener el privilegio de escuchar su silencio, es una de las cosas más lindas que me ha pasado jamás.
El silencio no se define por ausencia de ruidos o sonidos. Es una entidad propia, no la falta de algo (así como hay algunos tozudos cientistas proclaman al negro como ausencia de color bajo sus estandartes de óptica, deben existir personas desapegadas a la presencia del silencio). El silencio pesa, se mueve, nos recorre el sistema nervioso de la misma manera que ese plato que se rompe, esa tele que se prende o este teclado que me cruje, viejo, esperando acercarse a los años de servicio para poder jubilarse.
Pues sí, el silencio es una presencia fuerte. Vive en nuestra conciencia de su existir (¿qué cosa viva, pregunto, no lo hace?). Digámoslo mejor. Al silencio se lo reconoce inmediatamente. Como la luna, como otras cosas que nos acompañan toda la vida. Hay compañeros eternos; entre ellos, él no es menos importante pero sí más desapercibido.
Nadie negará que hay muchos silecios. ¿Serán una familia?... El silencio padre, ese silencio que provocan sólo algunos profesores, porque exudan miedo o respeto. El silencio anciano, de luto, de velorio; ese silencio de muerte, de que ya no hay más nada que decir que dolor y miedo. No hay mayor prueba de que el silencio se dice, que la prueba incontrolable con la que se grita ese silencio de muerte.
Sin embargo, creo que la estructura familiar no le sienta bien. Él no es tan estructurado. Formal, sí, puede serlo; pero no contiene lazos. Creo que es más bien el mismo manifestándose de distintas formas. Como un arcoiris.
Hay silencios de respeto, de temor, de muerte. Hay también (¡quién no los ha sufrido!) silencios de incomodidad, de sufrimiento: es el silencio que cae con todo su peso de ausencia sobre toda la escena y susurra callado que hay cosas fuera de lugar.
Pero hay silencios hermosos. Silencios de pasión, que suelen acompañar esos besos que son miradas y esos amores que se respiran. Son momentáneos, espontáneos y se cuentan con los dedos de una mano. Son el marco de un momento que, sin el silencio, no sería ni de lejos tan sensual.
Pero hay un silencio muy hermoso, un silencio del que disfrutamos poca gente, en proporción. No somos afortunados. Simplemente es el silencio específico del oficio.
Cuando se tiene público, y se es (o se intenta ser) músico, existe un silencio único. No es sólo el silencio respetuoso; es también amable, cordial. Es un silencio tan presente, tan indispensable para quien canta, o toca, que nos llena de alegría por el mero hecho de existir. Es un silencio vivo, que permite al músico ejercer, sin el cual el músico tampoco podría existir.
Tener el privilegio de escuchar su silencio, es una de las cosas más lindas que me ha pasado jamás.