Un beso
Es una plaza, es de noche, es invierno. Blanco, todo blanco. Hay gente, cubierta con gorros y guantes, de tapados largos y pesados, con botones grandes y miradas bajas; con lentes oscuros para cubrirse de ese sol de invierno, ese sol que insiste en alumbrar sin calor.
Imposible de reprimir, el impulso palpita, late fuerte en dos bocas.
Lo veo todo blanco, sin embargo sé que no nieva. Sé que en ese lugar no nieva, aunque haga frío. Pero bueno, tendrá que nevar. Siempre tuvo que nevar en esos besos.
Se acercan las caras. Sus narices están frías, sus alientos forman una pequeña nubecita de humo. Se precipita, finalemente, un beso caliente que derrite el frío de los labios, que le devuelve el calor al cuerpo. Calor que sube, desde la entrepierna derecho, hasta la garganta. Calor que combate en todo momento, que puja sin saber lugar, calor de excitación, de feromonas, calor infalibe, de energía. Calor incontrolable, disparador, incamuflable.
El beso se apaga. Quedan dos bocas calientes debajo de las narices frías, dos bocas de té de saliva, de perfume de menta maliciosamente fría y dulce.
El flequillo negro le enmarca la cara, el gorro azul le cubre la cabeza. Las orejas, blancas de frío, saludan desde la densa capa de largo pelo negro, pujantes por más frío. Ojos celestes, faltos de pigmentación: preciosos ojos celestes miran desde debajo de las cejas oscuras, celestes como el cielo que no se ve, celestes como todos los celestes, como el mejor.
Ahora, la sensación de saciedad, con urgencia de otro encuentro. Las narices frías, las bocas calientes de té, los ojos celestes enmarcados por el flequillo, que penetran comprensivos, cómplices, apurados, infatigables, deseosos, desarmables, desnudadadores; todo corre en el sentido del inevitable próximo encuentro.
Un guante extraído y el frío, el frío por debajo de la bufanda; el frío por el cuello, la nuca, la mano fría, muy fría, en la espalda, en un hombro, en el pecho... el aliento acogedor de efímeras nubecitas tibias y reconfortantes, acompañando la mano, besando toda superficie marchita por el paso del invierno, haciendo volver a florecer su calor, el calor, calor humano, calor de deseo, ese calor tan conocido, tan irreprimible, tan visible al sol... el sol, que insiste en alumbrar sin calor, el sol inevitable, delator de las acciones privadas en espacio público, el sol que reprime, que castiga, inútil alumbrando sin calor, perdiendo, perdiendo la batalla del calor ante ellos, que tanto producen donde no deben. El sol, envidioso, celoso, inútil y posesivo, posesivo de esos ojos celestes que son sólo suyos, porque celeste es el cielo y el cielo es su hogar, no dejará nunca que nadie logre hacerlos cerrar de placer, no deja que nadie los toque con su mano fría, tan fría, que genera tanto calor, tanto tanto calor, en ese lugar público.
Y el sol gana, pues ella se pone de su lado. Ella, dueña del cielo en sus ojos, del carbón en el pelo y del té de saliva, lo detiene, lo separa dulcemente, porque el sol alumbra aquello que no quiere que nadie más vea, donde no debe suceder. El sol gana, con su fría luminocidad evita el robo de su cielo, de sus ojos, y ella ¡ay!, sin saberlo, pospone para siempre el encuentro final que ambos tanto desean y que jamás ocurrirá, porque ellos nunca podrán concretar nada que quede sin escribir.
Imposible de reprimir, el impulso palpita, late fuerte en dos bocas.
Lo veo todo blanco, sin embargo sé que no nieva. Sé que en ese lugar no nieva, aunque haga frío. Pero bueno, tendrá que nevar. Siempre tuvo que nevar en esos besos.
Se acercan las caras. Sus narices están frías, sus alientos forman una pequeña nubecita de humo. Se precipita, finalemente, un beso caliente que derrite el frío de los labios, que le devuelve el calor al cuerpo. Calor que sube, desde la entrepierna derecho, hasta la garganta. Calor que combate en todo momento, que puja sin saber lugar, calor de excitación, de feromonas, calor infalibe, de energía. Calor incontrolable, disparador, incamuflable.
El beso se apaga. Quedan dos bocas calientes debajo de las narices frías, dos bocas de té de saliva, de perfume de menta maliciosamente fría y dulce.
El flequillo negro le enmarca la cara, el gorro azul le cubre la cabeza. Las orejas, blancas de frío, saludan desde la densa capa de largo pelo negro, pujantes por más frío. Ojos celestes, faltos de pigmentación: preciosos ojos celestes miran desde debajo de las cejas oscuras, celestes como el cielo que no se ve, celestes como todos los celestes, como el mejor.
Ahora, la sensación de saciedad, con urgencia de otro encuentro. Las narices frías, las bocas calientes de té, los ojos celestes enmarcados por el flequillo, que penetran comprensivos, cómplices, apurados, infatigables, deseosos, desarmables, desnudadadores; todo corre en el sentido del inevitable próximo encuentro.
Un guante extraído y el frío, el frío por debajo de la bufanda; el frío por el cuello, la nuca, la mano fría, muy fría, en la espalda, en un hombro, en el pecho... el aliento acogedor de efímeras nubecitas tibias y reconfortantes, acompañando la mano, besando toda superficie marchita por el paso del invierno, haciendo volver a florecer su calor, el calor, calor humano, calor de deseo, ese calor tan conocido, tan irreprimible, tan visible al sol... el sol, que insiste en alumbrar sin calor, el sol inevitable, delator de las acciones privadas en espacio público, el sol que reprime, que castiga, inútil alumbrando sin calor, perdiendo, perdiendo la batalla del calor ante ellos, que tanto producen donde no deben. El sol, envidioso, celoso, inútil y posesivo, posesivo de esos ojos celestes que son sólo suyos, porque celeste es el cielo y el cielo es su hogar, no dejará nunca que nadie logre hacerlos cerrar de placer, no deja que nadie los toque con su mano fría, tan fría, que genera tanto calor, tanto tanto calor, en ese lugar público.
Y el sol gana, pues ella se pone de su lado. Ella, dueña del cielo en sus ojos, del carbón en el pelo y del té de saliva, lo detiene, lo separa dulcemente, porque el sol alumbra aquello que no quiere que nadie más vea, donde no debe suceder. El sol gana, con su fría luminocidad evita el robo de su cielo, de sus ojos, y ella ¡ay!, sin saberlo, pospone para siempre el encuentro final que ambos tanto desean y que jamás ocurrirá, porque ellos nunca podrán concretar nada que quede sin escribir.