Mil Mamuts

Cuando suceda que un mamut se siente a descansar, a la sombra de un árbol en la plaza de Pueyrredón y Las Heras, los caracoles ya lo tienen todo planeado. Juntos, despacio, lo rodearán y le obligarán a confesar. Amenazantes con sus antenas y su lentitud, le exigirán una respuesta al gran enigma que los mamuts han plantado sobre Buenos Aires.

Los caracoles pueden oir, cada tiempos distantes, cuatro veces al año, las voces de mil mamuts, contándoles cuentos. Los pueden ver, tranquilos, caminando por las avenidas, entre los autos, haciendo cola para cruzar en verde, con su tranquila parsimonia y su voz de roble viejo. Siempre en movimiento, nunca se sientan, sólo caminan, paran, y cuentan sin cesar cuentos de a susurros que aunque bañen las esquinas como una sinfonía, sólo los caracoles parecen oir (porque sólo ellos, acaso, también los pueden ver). Los mamuts irrumpen en Buenos Aires con su descomunal presencia, que tan desapercibida pasa para la mayoría, sólo para contarles cuentos a los caracoles de la plaza de Pueyrredón y Las Heras. Después, simplemente desaparecen en la lejanía en la fila de autos que se dirigen hacia el centro.

Es por eso, que cuando finalmente uno de ellos se canse, cuando sea verano, y tengan que sentarse a la sombra de algún árbol de la plaza, lo rodearán, y le dirán:

"Señor Mamut, ¿cómo saber que usted no es un demonio?"